Todo Homo sapiens, sin excepción alguna, nace con la capacidad de ver.
Es en una temprana edad cuando la óptica se encuentra más desarrollada.
El nacimiento de la persona viene acompañado por la ineludible presencia de un insecto que se incrusta en la corteza aracnoide al tiempo que el niño entra en contacto por vez primera con el aire. Esta larva de mosca corroe los huesos dejando finas y eficaces trepanaciones. Progresivamente, el huésped se desarrolla mientras elimina el sentido anteriormente mencionado a través de varias etapas por todos conocidas.
Ya adulto, es cuando la ceguera del sujeto se vuelve infranqueable, y provoca, de esta manera, el estado de ebriedad y esa desagradable costumbre de caminata elíptico-orbital, seguida por vómitos y cefalea que se turnan entre cortos períodos de latencia.
Estos son algunos síntomas que indican el complejo desarrollo del parásito craneal.
En este punto, la larva se ha convertido en crisálida, y sus espasmódicos movimientos pronto darán génesis, por proceso gematorio, a una nueva camada de invertebradas anémonas que utilizarán los túneles roídos por su gusana madre para llegar a la superficie.
Acto seguido, la crisálida emite una serie de descargas eléctricas que provocan violentos estertores convulsivos en el infectado, y dispersan a gran velocidad las nuevas larvas hacia el firmamento. Las larvas se transforman, pues, en mosca y mantienen su ingrávida suspensión hasta que entran en contacto con algún otro neonato. Se repite el proceso a la infinitud.
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