Cuando fuimos a limpiar la casa del difunto borracho al que llamábamos abuelo, si algo aún seguía en pie, era aquel ropero de algarrobo macizo. Una pesada mole de otra época.

Incluso a mis cuarenta años, sentí escalofríos al ver una de sus puertas, la más angosta, a la izquierda, la que todavía conservaba sus rústicas bisagras falseadas.

Con nerviosismo, la abrí. Todavía podían notarse los arañazos y las miles de patadas que dejó la claustrofobia de un niño en penitencia.

Pero lo peor allí dentro no era solo la oscuridad, sino la certeza de quedar atrapado en ese vacío por horas.

Cuando uno pasa demasiado tiempo privado de sus sentidos, la mente comienza a jugar con sus propias reglas. No era solo miedo a la oscuridad, sino a lo que mi mente podía hacer en ella.

Las cucarachas y las arañas trepaban por mi piel, mientras voces espectrales se burlaban de mis fútiles intentos de escape.

Por momentos, un rostro putrefacto se asomaba a centímetros de mi cara. Yo solo temblaba en silencio mientras su aliento a veneno y madera muerta me envolvía.

Con los años me fui acostumbrando y comprendí que, en ese entorno, no había diferencias. Que, de hecho, allí yo era parte de la oscuridad. Así me fui amalgamando con las entidades del armario, convirtiéndome en otra alma perdida, con quienes eventualmente hice un pacto.

Al viejo lo cremaron hace algunos días, sin que nadie quisiera hacerse cargo. Yo me ofrecí a llevarme las cenizas. La única herencia que pedí fue el antiguo ropero.

Hoy, tras la ardua tarea de subirlo hasta mi habitación, el mueble descansa a los pies de mi cama; y tras su pequeña puerta, en la plena oscuridad, yace la urna de mi abuelo, condenado por las mismas sombras que él me forzó a conocer.


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