A Elías todos los años le hacen la fiestita de cumpleaños, aunque nadie sabe si realmente entiende tal evento. No puede decirlo. No puede decir nada. Acomoda sus seis años en una sillita de bebé en la que apenas cabe, con las piernas rígidas, los pies en punta, casi tocando el suelo. En silencio, inmóvil, con la cabeza torcida sobre el hombro derecho, los brazos enrollados, las manos como garras y la mandíbula apretada en una mueca rechinante. Lleva un bonete de Plim Plim, como una advertencia de lo que debería ser la felicidad.
Aprieta los ojos. No puede quitarse los protectores auditivos, porque las criaturas a su alrededor tienen bocas de megáfono y emiten una sirena que lo paraliza. Si no las mira, ellas no pueden verlo. Pero a veces las ha visto de reojo: son altas, de vientres hinchados y patas espinosas. Se mueven en enjambres, se apelotonan en montículos, emanan olores ácidos y desprenden pequeños clones de sí mismas que se desplazan caóticamente, a gran velocidad, invadiendo el suelo, las paredes, el techo. Chillan con un sonido afilado como agujas en el cerebro.
Algunas lo saborean y lo escupen, otras lo atraviesan con sus púas. Lo cortan. Elías sangra, pero no responde. Está atrapado en su cuerpo, en su miedo. Hasta que ya no puede más, entonces estalla en llanto y gritos.
El enjambre se agita. La sirena se vuelve furia. Las criaturas se retuercen y se crispan. La reina lo captura y lo arrastra hasta su nido. Elías ya no ve, ya no oye. Solo se disuelve en el olvido.
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