Ríe a carcajadas en la limusina, desbocado, invencible. Se limpia la nariz con billetes y recita nombres de marcas como un mantra. Al cliente —un heredero bobalicón con acento suizo y alma de niño— le quema el dinero en las manos. Quiere invertir. Le entregó su fortuna como quien pasa una pelota. “Ven a verme a Nueva York, compra lo que necesites”, le dijo. Y él lo hizo: cocaína, trajes italianos, putas de catálogo, Dom Pérignon a las diez de la mañana, vuelo en primera clase.
En la sala VIP promete imperios. Se jacta de números, de yates, de poder eterno, frente a unos alemanes incómodos que no entienden nada. Pero eso no importa. Él está arriba. Ya ganó. Sube al avión como el gran profeta que es. “¡Soy inmortal, carajo!”, grita. El despegue lo sacude y levanta la copa como en un ritual sagrado.
Se echa hacia atrás, saboreando su futuro. Su Rolex marcaba las 16:42, cuando el Concorde explotó en llamas.