En una isla del delta del Paraná, bajo el pleno rayo del sol, los dos niños despedían un olor a sudor y levadura que arremolinaba el mosquerío. Se habían escapado por una ventana, mientras los adultos dormían la siesta, para lanzarse a su mundo de caos y anarquía.
Esa tarde, el juego comenzó con un desafío: debían cortar una manzana exactamente por la mitad con un machete, demasiado pesado para sus pequeños brazos.
La manzana, objeto de deseo y disputa, no parecía dividida con justicia. Mateo juraba que sí, Julián que no. La discusión se volvía cada vez más acalorada. Sin más manzanas para desempatar, decidieron bajar peras del árbol.
Con dos tacuaras en mano, se acercaron al enorme peral. Golpeaban las ramas con fuerza, y las frutas caían al suelo como rocas. Nuevamente, cada uno intentaba hacer caer más peras que el otro. Julián aseguraba que su tacuara era más efectiva, y Mateo insistía en que su técnica era superior. Lo cual devino en un conflicto a cañazos limpios.
Pronto retomaron sus tareas, y resolvieron ir al muelle a pescar con sus anzuelos mosquito. Cada uno intentaba capturar más peces que el otro, molestando a su rival.
Finalmente, lograron sacar unas mojarritas. Las pusieron sobre la tierra, a retorcerse de asfixia. Mateo le pidió a Julián que sujetara a una mientras intentaba cortarla por la mitad.
Julián la presionó contra el suelo, con una mano en la cabeza y la otra en la cola del animal. Mateo levantó el machete, listo para el golpe. Pero, como el destino es cruel, el acero no encontró a la mojarra, sino las falanges de Julián.
El grito ahuyentó a unos tordillos negros de las casuarinas. Miró su propia mano mutilada, y con una sonrisa macabra dijo: "No cortaste por la mitad, yo puedo hacerlo mejor". Mateo, frustrado por su propia impericia, lo retó: "Dale, a ver, no vas a poder, si sos un tarado". Luego, se acomodó encima de la otra mojarra medio muerta.
Julián, con la mano que le quedaba, tomó el machete, y con esfuerzo lo elevó a lo más alto. Se miraron a los ojos, y en un instante el filo se desplomó, por fin logrando la rebanada perfecta, de unos sesos, exactamente por la mitad.