Corre, remueve el fango con tus manos. Quiero ir al campo, me decías, mientras la maquinaria mantenía tus latidos. La lluvia caía sobre tu rostro. Y sucedía la vida de las hojas, el ocre del otoño. Porque antes no lo sabía; antes, a la hora de la pasma, a la hora del horrible chaleco gris y la horca roja alrededor del cuello. Antes, en la época de lentos recuerdos, dentro del cubículo y la pantalla de nulo sueño. Antes, minutos antes, te sumergías aún más bajo el frío lecho.

Quiero ir al campo, me decías, vivir de los cencerros, oler el pasto y la tierra mojada. Y no terminaba de sentirte. Resultaba imposible para mis oídos, sellados con la pasta pútrida de mi propia seda. Pero aquí, abierta mi piel gracias a tu fuerte espada, la cuchilla que rasga de una vez la mala suerte del hierro y el cemento, regresas a mí como un trueno.

El cuerpo, más allá de la destrucción de la materia. Este esfuerzo. Regresé, porque sé que esperaste a este animal viejo. Y es gracias a tu martirio que, una vez más, pueden fulgurar mis ojos. ¡Así que no te rindas! Escala, ábrete paso por entre los minerales y las rocas, que los milagros no existen, pero la obstinación nunca es poco.

Porque aquí estoy, regresé para recuperarte. Porque aquí estás, a solo un dedo de distancia por debajo del cedro sangrante. Porque bien lo sabemos, habiendo sido testigos del triste caldo ceremonial, de vehículos vacíos de movimiento, que preferimos la locura, la oscuridad y la furia, al sueño joven y monótono del perfecto cielo.

No hay paraíso para los que nacieron del fuego. No hay paraíso. A nosotros sólo nos quedan el lodo y los insectos. Pero aquí estamos, naciendo de la misma tierra y riéndonos del cruel destino. Pues, como destruimos el hierro, también logramos perforar el cemento. Quiero ir al campo, me dices de nuevo.

Y tomo sumido en llanto tu frágil mano de hielo. Jamás debí permitirme hacerte esto. La lluvia sigue cayendo sobre tu rostro, cuando desaparecemos entre la niebla, dejando detrás un simple hueco en el suelo.


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