La revolución aullante de las ruedas subterráneas en las infranqueables horas de monotonía. Cotidiana hipnosis endosomnoide, de óculas entrecerradas y quejidos sordos. Hoy, como todos los días, escribo tratando de escapar a la suspensión aglutinada, y ruego al Dios desconocido que me brinde aunque sea un minuto de su inconsciencia.

Hoy, como todos los días, parece no haber escuchado mi plegaria pues, aquí me encuentro, aún rondando la insignificante senda del acero mientras intento alimentar este cardúmen eucarionte de formal apariencia, y como corolario del ambífugo movimiento, a los mismos rieles insolentes, infinitos evidentes que me desapegan día tras día a la existencia del yo, que se funde temeroso al caldo ceremonial que hemos denominado ciudad.

Y despierto por momentos, en la cruenta desintegración de la forma ameboidea bajo la sirena conductista del vagón aglomerado, y los pseudópodos humanos que, en cada zona indicada, rugen en pos de devorar su propio camino ciego. Las puertas se sueldan nuevamente, y el proyectil se despide hacia el túnel oscuro. Mis globos fotoreceptores encuentran su esplendor en tal segundo, vigilia en seguimiento del correcto patrón de comportamiento. Un error y estarás muerto, un segundo tarde y ya no habrán más sueños. Y ruego al Dios oculto que me libere del encierro... que me demuestre el secreto que mis pensamientos han despreciado.

Entonces, aplastado mi cerebro bajo seiscientos grados Celcius, buscando evitar percepción de la marea hedionda de gónadas envueltas, más allá de las axilas infectas, y de los tóxicos estómagos bramantes; percibo esos dos ojos expuestos, fijos en la inmensidad de la primera ventana, aquella que deja seguir las guías ferrulentas de convergencia perspectiva. Dos ojos desmesurados y celestes, aterrorizados, aun siendo rodeados por la protección de su guardiana.

El niño observa las insondables inmensidades de la empresa humana. Y su aliento acelera frecuencia en proporción exponencial con su asombro. Su rostro se ha congelado, su rostro es como de quien presencia el exacto inicio de la extinción del planeta. Su rostro me golpea, y la retroalimentación refleja retuerce mi cabeza hacia la ventana de la primera sección, que no me muestra nada más que los escabrosos e infinitos rieles del destino.

Por un segundo se dispara mi razón, y siente la necesidad del castigo por creer que el Dios anciano habríase materializado en los ojos del infante. Giro entonces derredor, en parte buscando realidad, y en parte tratando de hallar algún otro que observe la impactante inmensidad, pero no hay nada más de lo habitual. Las mujeres y los hombres se hunden en la vorágine fatídica de la megacomunicación, en los pocos formatos que la máquina-oruga permite a bordo. Y sé que en esas caras estériles no puedo hallar la explicación al terror del pequeño espíritu que he descubierto enfrente. Sé que esos rostros sólo pueden ver la publicidad, las noticias, y el recuerdo electrónico de un nuevo amor: El único formato de realidad que la máquina-oruga permite a bordo.

Y temo girar una vez más, para encontrar el terror nuevamente, porque yo mismo quiero volver a ser otra célula dormida, perdida en la suspensión aglomerada. Pero esos ojos siguen allí, y mientras sigan en su espectral diámetro, seré esclavo de su vigilia. El terror me aferra, el terror me invade. Regreso obligado a atestiguarlo y comprendo que su imagen es el más fiel retrato de destrucción que jamás haya presenciado. En sus ojos, dos gigantes apocalipsis, en su respiración, dos tormentas rugen, en su cuerpo, la convulsión de mil sentencias. Nadie lo nota, nadie lo observa; el terror, nadie nota el terror, estoy sólo con su muerte, estoy sólo con la destrucción.

Y tuerzo mi pescuezo rígido por última vez hacia el abismo, y los dos rieles han tomado la forma y el color de las serpientes. Y en la última curva del viaje negro, percibo al fin el fugaz reflejo de la otra locomotora que ha confundido sus rieles con los nuestros, pero ya no observo rieles ni metros, comprendo aquél dibujo en los ojos del infierno. El gigantesco monstruo dentado abre sus fauces, y se precipita hacia nosotros cuando se oyen los desesperados gritos de los ya muertos. Los ojos del niño siguen despiertos, y me consumen, desespero, no puedo escaparle a la visión del miedo. Sólo no puedo. Y presiono mis dientes, y mis brazos intentan un vano movimiento. ¡Este... es el final del trayecto!


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